Algún día, él fue quien te enseñó a caminar, a hablar, a sostener la cuchara.
Hoy, sus pasos son más lentos, sus palabras a veces se enredan y su memoria le juega pasadas. Pero su amor por ti sigue intacto, como el primer día.
Ten paciencia cuando repita la misma historia, quizás necesite revivir sus recuerdos para no perderse del todo.
Escúchalo con el corazón, no solo con los oídos. Él te escuchó sin cansarse cuando no sabías decir más que balbuceos.
Cuando sus manos tiemblen o le cueste abotonarse la camisa, no lo mires con impaciencia. Recuerda que esas mismas manos un día te abrigaron, te alzaron y te defendieron del mundo.
No olvides que el tiempo es implacable, y todos vamos hacia el mismo destino. Lo que hoy haces por él, mañana la vida puede devolvértelo multiplicado.
Amar a los padres en su vejez es honrar todo lo que hicieron por nosotros en silencio, con sacrificio, con ternura. Ten paciencia, hijo… porque amar también es saber esperar.